Mauricio no era un hombre complejo, y mucho menos rico, podríamos describirle como un hombre simple y humilde aunque no especialmente servicial. Mauricio vivía en una casa con un pequeño jardín que cuidaba como si fuera el único legado que un día dejaría al mundo. A sus ochenta y dos años carecía de hijos o nietos debido a la esterilidad de su, ahora fallecida, mujer; a pesar de estar solo en el mundo él no se sentía así ya que tenía unos cuantos amigos con los que se reunía frecuentemente en el bar para jugar al mus o al dominó. Era curioso preguntar por él en el vecindario porque todas las respuestas eran prácticamente iguales: “Un viejo corriente” solían decir los vecinos que apenas le conocían de vista. Por alguna razón me interesé por “el viejo corriente de la casita pequeña” y un buen día decidí llamar al timbre, que debía de llevar años sin sonar. Me abrió un señor bajito que llevaba un pijama de rayas muy similar al que solían llevar los judíos durante la IIª Guerra Mundial. En su mano derecha llevaba un pañuelo de tela con dos iniciales bordadas, y bajo el brazo llevaba un periódico arrugado con las páginas amarillas, lo que en seguida me hizo pensar que debía de tener ya unos años. Al verme levantó las cejas sorprendido, lo que hizo que las pequeñas gafas que caían sobre su nariz se elevasen ligeramente.
-¿Qué hace usted aquí? – preguntó el viejo sorprendido
-Soy Laura, periodista, estoy haciendo un reportaje, ¿le importaría que le hiciese unas preguntas?
-Claro que no joven, pase, recuerdo que yo también solía ser periodista- dijo mientras me invitaba a entrar –lamento decirle que no bebo café y no acostumbro a recibir visitas así que lo único que puedo ofrecerle es agua o bourbon.
– Tomaré el agua gracias- dije mientras me adentraba en la casa y observaba las paredes cubiertas con un gastado papel de pared y con cuadros de gusto exquisito colocados entre artículos periodísticos, lo que hacía que la sala de estar tuviese una esencia agridulce. La casa por dentro olía a puros y a alcohol parecía que llevaba cerrada varios meses, durante los cuales el viento no había tenido licencia para ventilar el pequeño bungalow.
En cuanto nos sentamos a hablar me contó con toda la soltura que pudo que nació en el exilio en Francia, que no tenía hermanos y que acostumbrado a la soledad durante su juventud, ahora en su vejez consideraba a esta una vieja conocida, recordó con alegría a su mujer y la describió como “enamorada de la vida y de la literatura”, sonrió al recordar que solía pensar que le aguantó la friolera de sesenta años por lo que escribía y casi derramó lágrimas cuando hablamos de lo que supuso para él escribir y ser leído, llegando incluso a alcanzar cierto éxito en el ámbito periodístico. Se interesó por leer mis columnas, pero rechazó cuando le expliqué que solía tratar temas de actualidad, “no sé si estoy preparado para salir de mi máquina del tiempo” declaró, y para despedirse me aconsejó con esa sabiduría que caracteriza a los que han vivido mucho, que me hiciese amiga de la soledad, que muchas veces era una gran compañera si se la aceptaba: “Los jóvenes de hoy en día pensáis que no se puede estar solo, que la felicidad depende del número o de la calidad de personas que te acompañan, cuando está en uno mismo; así que haceros un favor a vosotros mismos y aprender a aceptarla” sentenció al final de mi visita.
Los primeros días tras mi visita intenté escribir sobre ello, conseguir una nueva columna o sacarle provecho a las dos horas que pasé en la “guarida del león solitario” que es como la había bautizado en los numerosos borradores que en vano intenté escribir. Pero no fui capaz, estalló una nueva crisis política que acaparó mi atención y después ese día se borró de mi memoria. Hace poco al comprar el periódico descubrí con cierta pena que Mauricio había muerto, un pequeño párrafo en el que se explicaba que había muerto de vejez solo en su casa las afueras de Madrid, ocupaba un trozo de una página de aquel periódico al que tanto había aportado antaño. No se anunciaba la fecha ni el lugar del entierro, ni se mencionaban familiares cercanos, ni repartió sus pertenencias según me enteré después, no por vanidad o egoísmo, si no por carencia de personas a las que darlas. Mauricio murió como se acostumbró a vivir: solo, quedó una vacante en las partidas de dominó a las que solía asistir, y una casa que se abandonó, y vecinos que ya no veían al viejo corriente. No quedó en la memoria de nadie, fue olvidado incluso antes de morir y su muerte sólo fue un párrafo de un periódico nacional del día 22 de Diciembre de 2015.
Nos leeremos 🙂
Blanca.